PALABRA DE CAIN (fragmentos)

© Antonio de la Fuente Arjona

Cuaderno Primero: EL FRUTO PROHIBIDO

HERMANO: me complace la palabra tanto como la imagen o la carne. No existe otro término que pueda definir mejor esta relación nuestra. Desde el-albor-de-los-tiempos tú has sido mi hermano, compartimos un pasado precoz y un futuro común e incierto escrito por una mano que desconozco. El significado no lo da la sangre, es la experiencia la que engorda la palabra de sentido pleno. Su uso instintivo y físico impone una realidad nueva al lenguaje, un peso (una idea y una carnalidad) que sobrepasa la semántica tradicional.

(…)

¿Abel o Caín?
¿Tú o yo?
No sabría decir quién fue primero, quién dio el inaugural zarpazo ni cuándo. Me resulta imposible adivinar cuándo comenzó el pecado compartido: en qué momento histórico el roce se convirtió en caricia o la palabra se hizo carne. ¿Qué fue primero: mis manos frías o tu lengua de fuego? Debíamos ser muy niños cuando olvidamos el juego y reconocimos el deseo, porque desde que soy consciente de mi existencia has estado cerca, pegado a mi espalda o a mi vientre, marcándome el ritmo o bailando conmigo.

(…)

No tiembla el pulso cuando la punta de la navaja entra en la carne y dibuja en mi hombro derecho una estrella sangrante. Cierro los ojos y contengo el grito, me muerdo el labio allí donde conservo el sabor reciente de tu sexo. Todavía estábamos medio desnudos, te propuse un juego nuevo, otra prueba de nuestra unión, y tú aceptaste enseguida, sin pensarlo.
El estigma es mi destino y está escrito en mí desde antes de nacer. Ya estaba allí, oculto, tú sólo lo sacaste a la luz con la ayuda de una navaja.
Fue un verano (¿hace ya cuántos años?), escondidos en aquel caserón abandonado (encantado) donde regularmente jugábamos de niños e incluso de adolescentes.
(Desapareció, ¿sabes?, lo tiraron abajo hará más de cinco años, por arte de magia lo cambiaron por un bloque de siete pisos atestado de gente. ¿Qué habrá pasado con los fantasmas que vivían allí, con el eco de nuestras voces?
Confieso que volví varias veces antes de que lo derribaran, volví solo, para buscarnos, para revivir. Y todavía seguíamos allí, ¡te lo juro, Abel!, jugando, riéndonos, corriendo por los pasillos llenos de escombros y las escaleras que se caían a trozos, amándonos dentro de los armarios o viendo las estrellas tumbados en la azotea: la vida detenida en el aire, manifestándose a cada paso.)
-Aguanta, ya queda poco -me dices para tranquilizarme mientras limpias con un pañuelo la sangre que se escurre por mi brazo.
Abro los ojos y te miro trabajar: un lápiz afilado, un pincel que corta tejiendo líneas rojas en mi piel blanca. Alzas la vista un segundo, me sonríes malicioso, estás disfrutando. ¡Ya está!
Ahora es mi turno: copiar la misma figura en la zona que yo elija de tu cuerpo, menos en la polla o en la cara, acordamos. Dame la navaja. Pero tú te niegas, Otro día, dices y te guardas el cuchillo, Hoy no me apetece.
¡Qué cabrón!, me quejo, la estrella me escuece. Otro día, ¿vale?, repites, lames mi herida, con la lengua recoges una gota de plasma y me la ofreces en un beso profundo que rápido mitiga el dolor.
-Ya somos hermanos de sangre -dices-, para siempre.
No, pienso, me callo, No hasta que yo pruebe también tu agüita vinosa. (Te recuerdo que ésta es una deuda que aún no hemos saldado.)
El estigma (el enigma) ya estaba en mí, desde el principio, pero ahora tiene relieve, es una hermosa cicatriz que a menudo me consuela.

(…)

Medio borracho y solo camino por el inestable bordillo de la acera en una calle cualquiera de Madrid. Con paso tambaleante retorno a la cornisa del tejado de la casa abandonada: yo voy de avanzadilla, dos zancadas por delante de ti, Abel, desfilamos sobre la cuerda floja como dos profesionales de circo, los brazos estirados en cruz, aleteando a ratos (¿fijamos el equilibrio o ensayamos para el primer vuelo?), está anocheciendo y el océano cósmico se despliega magnífico y sereno ante nuestros ojos adolescentes: un paso en falso y acabaremos nadando junto a las estrellas (¡qué irresistible tentación!).
-¿Qué pasará cuando seamos mayores?
He llegado hasta la esquina del edificio en ruinas, al final del arrecife estrecho, los dedos de mis pies descalzos palpando el aire fuera del ladrillo, un viento ligero revuelve mi pelo largo, más allá del vértigo de tres pisos no hay nada. No espero tu respuesta porque la pregunta ha sido formulada en voz baja, como una plegaria, al destino, ¿Qué pasará cuando seamos mayores? Te siento detrás mío, Abel, tu aliento cálido en mi nuca, tu mirada felina también (Me va a empujar, pienso, y no sabría decir si lo temo o lo deseo), después de un siglo de silencio tus manos en mis hombros, tu pecho en mi espalda, poco a poco abrazándome.
-Seguiremos siendo hermanos.
La casa abandonada: qué gran escuela, qué prostíbulo, qué nido de amor. Erguidos al borde del infinito, los dos adivinando, avistando el futuro improbable. La noche nos envuelve, nos pertenece. Somos (¡éramos!) perfectos (atrozmente perfectos -tan irresponsables- para envidia de Dios y de los hombres).
-Seguiremos siendo hermanos -dijiste.
Si ahora me sueltas caeré feliz al vacío, jubiloso recorreré‚ los tres, cinco, diez, cien pisos que me separan del cielo.

(…)

¿Te acuerdas de mi pequeña terraza? Una noche nos amamos en ella. Era septiembre (¿de qué año?, no sabría precisarlo: la mayoría de mis recuerdos no tienen fecha exacta, se reproducen intermitentes, tenaces, sin caducidad, sacuden mi memoria por sorpresa o deliberadamente, y no son inmutables, puede variar la ambientación, la climatología, incluso los protagonistas, pero esta vez), era finales de septiembre y por las noches hacía un fresquito muy rico, esa madrugada estaba nublado y el cielo parecía estar al alcance de la mano: un techo bajo iluminado extraordinariamente, entre rojizo y morado, descolorido, como de incendio lejano, como de víspera de apocalipsis. Y fue Caín quien se folló a Abel: te follé contra el antepecho de ladrillo del balcón, nos lo hicimos de pie, dedicándoselo al cielo y a cualquier vecino que por casualidad se asomara a una ventana: seríamos una gárgola viva, el mascarón en la proa del edificio que avanza astillando la tormenta. Más que los jadeos apagados, más que la fricción húmeda de la carne, sobre todo se oía el ¡plas! ¡plas! ¡plas! de tu verga bamboleante, rítmica, golpeando tiesa contra tu vientre, marcando el compás de un mete-saca alegre: corre-corre-que-te-pillo.
Me metí en ti y fui más allá de mí mismo: me encarné en Abel: sin dejar de ser Caín fui capaz de sentir tu goce y el mío. ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! Te/me penetro, voy y vengo, conozco hasta el fondo de tu alma: me reconozco: soy la flecha y la diana. ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! Arqueabas la espalda asomándote a la calle, encabritándote, suicida, tu piel salpicada de escarcha, la boca abierta: el ojo del faro que expulsa una nube con cada suspiro, con cada embestida. ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! Con cada embestida provoco también un oleaje de maremoto en tus nalgas rollizas, en los muslos, en las tetas de pezones/fresones colgantes. Tu sangre pica en mis propias venas, éramos un único músculo tenso, afinado. ¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS! No necesito usar las manos ni dejo que tú lo hagas, quiero llevarte al orgasmo desde dentro, basta con que me dejes ser tú, así, sin resistencia.
Me metí en ti y fui más allá de mí mismo, tan lejos.
(Nunca sospeché que un día me viese obligado a elegir entre esos dos cuerpos: el que me sujetaba por el amor y el que me retenía por el orgullo y la sangre: ¿Abel o Caín?)

(…)

El arcoiris es una diana proyectada en el mar de nubes, la sombra del avión se clava en su mismísimo centro.
Esta mañana temprano (serían las seis o las siete) iba en un autobús camino del aeropuerto y Madrid, visto desde la autopista y con esa bruma helada que casi mataba el amanecer, era una ciudad desoladora y extranjera, una estupenda ciudad para abandonar, con una pizca de arrepentimiento pero con ganas.
Ahora cuelgo de la cuerda floja, entre el-punto-de-llegada y el-punto-de-salida existe la misma distancia de caída.
En dos horas estoy en Londres. Todavía no ha desaparecido de mi ropa el olor a humo. Unas cuatro horas más en bus y llegaré a Nottingham al mediodía.
...Tu lengua es un bisturí afilado que abre mi pecho limpiamente, extraes mi corazón con las manos y lo depositas sobre tu torso desnudo, allí se sosiega mi pulso desordenado, se acompasa con tu latido tranquilo, tu respiración segura, armoniosa, a un ritmo de bolero, ¿Bailas? Déjame volver a dormir así, abrazado/abrasado por tu cuerpo, del roce de tus dedos saltarán chispas en mi espalda, en mis nalgas, en mi sexo afeitado...
Imaginando el reencuentro con Abel me atraganto de besos retenidos.

(…)

 

Cuaderno Segundo: CERCA DEL PARAÍSO

Es muy sencillo. He venido a matarte. Así está escrito. (¿Qué fue antes: mi destino o mi deseo?)
Ven, dijiste, una voz que al rogar ordena. Ven. Una simple llamada telefónica:
-¿Cuándo vas a venir?
-Cuando tú me lo pidas.
-Ven. -Una escueta invitación, clara, directa. Ven: la tentación. Ven: tú me guías, tú me/te condenas.
Da igual el arma (la mano afilada, el cuchillo que ahoga, el martillo que duerme, el-tiro-de-gracia), lo importante es el acto y su trascendencia. Nuestra relación será un ejemplo para los demás, sirva de público escarmiento, de advertencia para las generaciones futuras por-los-siglos-de-los-siglos, es nuestra heredad. Escrito está. Vengo a proclamar tu gloria y a facilitar mi ruina. Matar, matar, matar, Matarile-rile-rile-Matarile-rile-ron. (¿Pase lo que pase todo nos ha de llevar a ese réquiem final?)
No creas que no busqué mil excusas para evitar este viaje y sus consecuencias. Pero no hay otra salida, supongo. Tenía que venir, tenía que verte, no tengo ni idea de lo que sucederá pero merece la pena probar, intentarlo, por ti, por mí: forzar el destino o aceptarlo.

(…)

Soy azul, alto y muy delgado, verde es mi pensamiento, tengo piernas y pestañas de jirafa, nariz de Pinocho, mi sexo se insinúa terco y ofensivo, ¿me estoy acercando a ti o estoy parado, exhibiéndome, conteniendo la gana de tus manos, de tu boca que ya intuyo próximas aunque quizá nunca lleguen? Te vigilo desde esa altura difícil, tú hablas porque mis oídos son un agujero sin fondo, un disparo blanco en el perfil azul: tu palabra deteniendo el gesto, aplazando (o negando) el momento crítico del reencuentro, la mezcla de los colores. Tú eres naranja, grande, sólido, estás sentado encima de un huevo violeta, un cimiento firme que te une a la tierra, yo sin embargo levito, me mantengo en el aire a punto de salirme del cuadro, los brazos caídos, bastará un pequeño agitar, un leve aleteo y volaré o perderé el equilibrio precipitándome vampiro o asesino sobre ti...
Nuestro reflejo distorsionado por la luz y el humo fragua en un espejo de la discoteca. Este cuadro ya lo conocía, estaba en mi casa, en Madrid, quemándose: así lo pintaste tú en el fuego, proféticamente.
-¿Quieres algo?
-A ti.
-A mí ya me tienes. -Eso dijiste y yo te creí.
-Pues entonces una cerveza.
El alcohol alejándonos de la realidad y clarificando el deseo.

(…)

-Me gustaría pintarte, ¿te apetece?
-Encantado de volver a ser tu modelo.
Quiero estrenar el cuadernillo y los pinceles chinos que me han regalado, me dijiste, Bájate los pantalones, me ordenaste. Y a partir de aquí el resultado en el papel y en nuestros cuerpos fue incontrolable.
Pinto-pinto-gorgorito.
Tu lengua me barniza tras servirse en el tintero de mi boca: es un caracol o babosa que deja su rastro urticante, un rocío cálido que forma charcos de aliento en mi ombligo.
¿Éste soy yo?
Retrocedes dos pasos observando el efecto que dejas, recoges el cuaderno del suelo y pintas mi impaciencia.
Los pinceles sangran el papel y brilla la piel agradecida. Tu saliva, mi zozobra. La amistad sometida a la humedad.
¿Éste soy yo?
Nazco de tus manos de colores. Me tocas: me creas.
Me estremece el secreto del barro. El punto de unión entre tu pincel y tu lengua, mi presencia y tu amor (este bolígrafo y mis mentiras): la voracidad de los contrarios.
Nuestra amistad sometida a la humedad de mi sexo y tus pinceles.
¿Éste soy yo?
Vuelves y a mordiscos modificas el cuadro. Soy un maniquí pasivo y ávido, un bodegón, una-naturaleza-muerta. Tu polla/antorcha me hace y me deshace, es el pincel (el cincel) que modela el gesto, la fisonomía cambiante del goce, ahora dentro, ahora fuera, goteando. Espera, dices, ¡Aguanta!
Y de una mancha de sudor o licor nace otro autorretrato.
¿Éste soy yo?
Pinto-pinto-gorgorito.
A suspiros olvido la resaca.
Todopoderoso Abel se adentra en mí igual que penetra en uno de sus cuadros: sin miedo, lanzándose de cabeza, sin dudas, entrando-de-lleno-en-materia (¡Al grano! ¡Al grano!): conoce y expresa sobre mí como si fuese tela o papel. (Invento y me creo estas mentiras, me aferro a ellas con-uñas-y-dientes, las necesito más que el aire.)
Terminamos en la gran bañera que rebosa agua y vapor, uno recostado sobre el otro, adormilados: la plácida imagen y la sugerencia feliz del deseo satisfecho: yo recuerdo, tú recuerdas: así debimos subsistir durante nueve meses, acurrucados, flotando (macerando) en la laguna amniótica, compartiendo el vientre materno. Así me quedaría toda la vida (o toda la muerte).

(…)

Invento el pasado, invento el presente: miento-más-que-hablo (una artimaña contraproducente para convencerme/convencerte de que fue o pudo ser). ¿De todo esto que escribo (que te/me cuento) qué es ficción, qué realidad?, ya no logro distinguir qué es evocación sincera y qué burda mentira, simple (irreprimible) deseo que al idear argumentos cobra vida propia en el envés de mis ojos.
¿Qué gano escribiendo, hurgando en las heridas, profanando la memoria, removiendo en el puchero el caldo casi seco que expulsa efluvios mareantes?
Engendro un monstruo, me dedico a afilar mi cuchillo.

(…)

Hubo una vez una lengua a la que agarrarse, la misma que me rescató del barro, de la materia primera, del elemento común. Me distinguió, me nombró, y durante un tiempo me sustentó y se nutrió de mí, porque también Ella/Él (Tú, Abel) existió (existes) gracias a mi adoración y a mi fe. Hubo una vez una lengua como un-clavo-ardiendo y era la única (¡la mejor!) respuesta.

(…)

De la madeja elijo una vena, y la sigo: un hilo azul de plasma: por ahí debería ir mi mensaje, quizá más veloz, directo, quizá más comprensible, hasta tu corazón o tu cerebro o tu sistema nervioso... Después de pasear el filo por el cuerpo de Abel-Bello-Durmiente ensayo en mi propia piel la razón innata del cuchillo: un corte superficial en las muñecas, una cuchillada lánguida y cobarde que escuece las venas: el agüita púrpura quiere brotar, alegrar (purificar) el acero, la espada vengadora de nuestra falsa alianza.
Ya estoy en ese punto de no-retorno, de imposible contención. No sé (no controlo) lo que hago, un atavismo me lleva. Yo, Caín, acorralado, cumplo mi oficio-de-tinieblas (mi Mandamiento). Me mantengo al acecho esperando tu próximo movimiento (o tu segura inmovilidad), estoy armado con un poema y dispuesto a clavártelo por la espalda.

(…)

Cuaderno Tercero: EN NOD

Un dedo ciego descendiendo sobre un globo terráqueo que gira contra reloj (el azar nuevamente decidirá mi futuro, qué más da dónde me lleve con tal de que sea lejos). Cuando abrí los ojos y contemplé el planeta detenido mi dedo índice tocaba dos océanos. ¡Qué locura! Estaba perdido en Madrid y me vine a Méjico (vía Inglaterra) a buscar una salida del laberinto. (¿Es ésta otra casilla del Juego-de-la-Oca, del Parchís, o me he caído -me han echado- del tablero?).
Me aparto, me alejo apresuradamente de alguna persona, lugar o cosa: HUYO (no de la justicia: ¿bajo qué ley iba yo a ser juzgado?, ¿quién se atrevería a hacerlo?, nadie conoce mis razones, quien pretenda lanzar-la-primera-piedra tendrá que ganar antes ese derecho. No soy el primer hombre embaucado -ni seré el último- que sacrifica a su Dios ¿para que continúe vivo?, ¿para poder seguir adorándolo?), huyo de mí mismo (y de Abel, claro: ya habrá terminado de contar y hasta me parece haberle escuchado vocear el reto cantarín ¡El-que-no-se-haya-escondido-que-se-esconda-que-ya-vooooy!).
Tomé prestados tus calzoncillos (¿fetichismo?, ¿idolatría?), necesitaba algo muy tuyo para soportar este larguísimo viaje. Sentado en el avión noto la presión electrizante de la tela blanca de algodón y me empalmo o me lamento, de vez en cuando voy al servicio a mirarme/tocarme, la pequeña mácula amarilla (de tu orina o tu esperma) me reconforta.
Llego de noche a Méjico ciudad y es como acercarse a un grandioso incendio que quema el valle e ilumina el cielo.

(…)

Nací para recordar (para sangrar, supurar, babear) y Abel para tirarme-de-la-lengua con su boca de beso, con su verga/anzuelo, con sus uñas-siempre-largas (el pulgar gordote o el índice y el anular en comandita definiendo encías, pulsando dientes y muelas, desempolvando la lengua líquida). Nací para encarnar esta herida astral (y regodearme en ella).
Mil-y-una-noches hace que no estás dentro de mí y sin embargo mantengo tu Forma, te contengo vacío/vaciado, no se cierra la brecha que descorchó (y ensanchó) esa quisicosa tuya/mía, arpón, pistola, polla, pregunta, quitapenas o como-se-llame. Y no sé qué me da más miedo, Abel: que (tras un lógico proceso de desgaste, de descomposición: tu físico ausente desvaneciéndose, tu voz, tu olor, tu recuerdo diluyéndose turbio entre otros tantos) llegue un día en que la herida en flor se cierre (¿se cure?) y se seque, o que permanezca ulcerosa, siempreviva por-los-siglos-de-los-siglos sobre un manto de nieve inglesa. No sé.
Abel fantasma se echa sobre este cuaderno, literalmente, se desparrama en sopa-de-letras, él es el culpable, el que escribe: pestañea, chasquea los dedos, sonríe y se restriega, sacude su polla/hisopo y asperja semen sobre mi pellejo o pergamino bendiciéndolo.

(…)

La nuestra es una historia varada en el remolino, anclada en un siempre inexistente, y se sucede circular (no cíclica u ordenada) con la azarosa alternancia de una ruleta-rusa fogueando imágenes poliédricas, datos desfechados, diálogos incompletos, chismes, chistes, y todo tipo de fantasmagorías.
...Dos niños besándose como adultos o dos adultos amándose como niños. Un beso infantil trae la cuchillada incestuosa y la penetración de la espada consuma un orgasmo mortal. La nave/cama deviene terraza o cornisa o árbol o armario o bañera o ataúd, allí tu zarpa en mi polla coexiste con mi mano en tu cuello, apretando, estrangulando. ¿Bailamos o peleamos? En el abrazo sincero de bienvenida (en la estación de autobuses de Nottingham, en un portal a medianoche, en los retretes de un colegio, en una calle céntrica de Madrid) está implícita la despedida que preludia el destierro. Tras el frota-que-te-frota, el chupa-que-te-chupa, el dale-que-te-pego, tras derramarnos o licuarnos o desangrarnos. Disuelto el monstruo capicúa (donde el sesentaynueve lo-mires-por-donde-lo-mires resulta un número par) mi amante será/es mi mortaja. Corro niño, corro adolescente, corro hombre, y no sé si huyo o te persigo, me alejo o voy a tu encuentro...
¿Pasado?, ¿presente?, ¿futuro?: el-círculo-vicioso o la-pescadilla-que-se-muerde-la-cola: en mi memoria desbaratada (saturada) todo discurre en un tiempo estático y simultáneo donde acontece incluso lo que no aconteció.

(…)

¿Quién eres tú que entre pecho y pecho te interpones?
Entre Pedro y yo siento/veo crecer a Abel como una planta, un arbusto, una zarza, una hoja de helecho desenrollándose, un globo que se infla asumiendo forma humana, un muñeco-hinchable. Pedro y yo jugueteábamos en mi cama y Abel se metió en medio: un ectoplasma, una evaporación de la carne agitada, violentada. (¿Culpa de la marihuana, de mi paranoia o una visita sobrenatural?)
En la mínima hendidura que deja un abrazo estrecho (por donde no circula ni el aire, ni el sudor mezclado) Abel se materializa transparente, invisible pero sólido (una cuña, la hoja afilada de una navaja de afeitar) se extiende debajo de mí como una cortina de agua o de humo, irrumpe distorsionador y participativo.
Beso a Pedro pero antes debo besar a Abel, mi polla penetra en Pedro tras atravesar primero a Abel: mato-dos-pájaros-de-un-tiro (¡pero si uno de ellos debería estar muerto -y enterrado, y olvidado-¡). En ese trío desordenado no distingo entre el ¡Me haces daño! de Pedro y el ¡Dame más! de Abel. Pedro aletea, resopla. Abel sonríe.
-¿Sigo?
Pedro dice No, Abel grita ¡Sí!, los dos ¡Me matas! (¡Qué más quisiera yo!, ¡dos pájaros de un solo tiro!, de un pollazo, dar-la-puntilla, la venturosa carambola: enamorar a uno y rematar al otro.)
¿Sigo o no sigo? ¿A quién hago caso? ¿Quién manda aquí?
Mi verga/batuta. Yo (incrédulo, supersticioso) dirijo la orquesta de ayes, bombeando con rabia, me revuelvo en la trampa, siembro vientos. Mi amante biforme, Pedro/Abel, mi captor, se agita ensartado queriendo escapar o clavarse más a fondo. Superposición de caras y pieles, de carne y fumarola. ¿Dónde pongo las manos?, ¿dónde empapo mis labios?, ¿dónde sumerjo el anzuelo? Abel es mi sombra tapando a Pedro.
-¡Aparta! ¡Déjame! ¡Déjanos, Abel!
Estoy maldito, se terminó la tregua, Abel regresa, y es curioso: cuanto más lejano más presente.
Y yo desisto, y Abel se esfuma, y Pedro (¿Qué pasa?, ¿por qué te paras?) no entiende nada, normal.
-¿Quién es Abel? -insiste-, dime quién es Abel.

(…)

                                                                                                             PALABRA DE CAÍN , 2001